La cultura occidental se ha caracterizado por mantener una mirada constante e interesada hacia el pasado, en especial al mundo de la antigüedad clásica, que curiosamente ha propiciado en multitud de ocasiones avances de gran trascendencia. Basta comprobar el caso de la famosa Camerata Fiorentina, en el entorno de los Bardi, y cómo su ansiada búsqueda de retorno al lenguaje musical del teatro griego acabaría por traer el nacimiento de un género totalmente nuevo, la ópera, de singular trascendencia en siglos posteriores. Un caso verdaderamente claro de evocación del pasado que impulsa directamente hacia la modernidad. Pero la llegada del siglo XX supuso el inicio de un interés hacia etapas hasta entonces desconocidas de la historia del ser humano, anteriores a esa admirada antigüedad clásica,. A lo largo del XIX se había desarrollado la arqueología como ciencia auxiliar fundamental para ir conquistando las huellas de un pasado remoto, a veces inquietante en una sociedad todavía extrañada ante la prehistoria, Como en tantas ocasiones, sería el arte el primero en interesarse por ese conocimiento y encontrar en él fuente de inspiración vanguardista y revolucionaria. Surge así la fascinación ante las esculturas encontradas en yacimientos arqueológicos de las Islas Cícladas, o en las exposiciones iniciales sobre arte íbero, a la par que comienza la cultura europea por interesarse en las artes plásticas de África o la América precolombina. El primitivismo, que influyó desde Gauguin a Picasso o Miró, invadió también la música: basta recordar en 1913 el mítico estreno en París de La Consagración de la Primavera, una de las obras de más resonancia en la música a lo largo de los años posteriores, cuya inspiración partía del retrato de una Rusia pagana, prehistórica, como dio en llamarse durante el momento del estreno; un primitivismo que musicalmente no se refleja en ninguna alusión directa de realidad arqueológica y tampoco etnológica, pero sí en el espíritu de fuerza rítmica y una apertura total hacia un lenguaje nuevo musical que busca precisamente una evocación hacia el pasado más primario del hombre. De nuevo buscando el pasado, esta vez más remoto, se logra el impulso hacia la vanguardia
Con respecto a España, podemos igualmente rastrear ya en los inicios de siglo esa profusión hacia el primitivismo: basta recordar el famoso Concurso de Cante Jondo de Granada que promovieron en 1929 Manuel de Falla y García Lorca, en el que ni siquiera empleaban el término flamenco para calificar una estética y un repertorio que preferían denominar Canto primitivo andaluz, demostrando así la actitud de magnificación de todo lo que resonara como recuperación de lo ancestral. Un encuentro que suponía señalar una vez más la materia primigenia como fuente de nuevos lenguajes creativos
Curiosa es también la importancia que tendría en esa tendencia primitivista la denominada escuela de Altamira, que impulsó en 1948 el pintor alemán Mathias Goeritz. Carlos Edmundo de Ory, poeta del postismo, definiría a los representantes de la escuela como los nuevos prehistóricos, en su rememoración del arte del amanecer de la humanidad. También en ese entorno hubo músicos interesados, como es el caso del cántabro Arturo Dúo Vital con una interesante pieza de piano, Danza de los bisontes incorporada hace años a mi repertorio, que representa un acercamiento desde España a la vanguardia del piano percusivo de Bartok o Stravinsky, esta vez partiendo directamente del mundo atávico que nos interroga desde las paredes de Altamira.
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